Natasha Sánchez es la nueva Reina Nacional de la Vendimia y la maipucina Giuliana Pilot es la flamante Virreina. Fueron elegidas luego del espectáculo “Milagro del vino nuevo”.
En una elección apretada, Natasha Sánchez llevó la corona nacional de la Vendimia por tercera vez en la historia de la fiesta mayor de los mendocinos a Santa Rosa. Como virreina quedó Giuliana Pilot, la representante de Maipú.
La santarrosina que logró 66 votos y la maipucina que llegó a 43 sufragios sucederán a las carismáticas Mayra Tous y María Eugenia Serrani.
Más de 700 artistas ocupan el escenario, en un emocionante desfile con todos los protagonistas de “Milagro del vino nuevo”: 125 parejas folclóricas, bailarines de la gran fiesta latinoamericana, banderas enormes (albicelestes y la wiphala), choiques, llamas, flamencos, aguas, fuegos, héroes de la pandemia, y muchos más. Todos los que pasaron a lo largo de la Obertura y 12 cuadros del espectáculo se unen en una sola corriente. Así es el final: una apoteosis.
La luz blanca abarca todo de a poco, hasta que se encienden las 700 cajas lumínicas y el malambeo con trajes radiantes anuncia el poder de unirnos, de renacer y de tener esperanzas. En todos los sentidos: por una Fiesta que vuelve a la presencialidad, por un mundo que se levanta frente a una pandemia, por la certeza de que, como dicta la naturaleza, la vid rebrota cada año. Y el blanco es, también, el color de la paz: quizás esto tampoco sea casual.
El último cuadro es un regocijo de presencias y músicas que se solapan, desde el “Himno a la alegría”, pasando por “Como la cigarra”, el “Himno nacional”, hasta el canto a nuestra provincia, cuyos últimos “Mendoza, Mendoza, Mendoza, Mendoza” son entonados a los cuatro vientos, literalmente. La mística vendimial vuelve a sentirse. Ovación total.
Anoche se dio así por finalizado el primer espectáculo de la Fiesta Nacional de la Vendimia, que contó con la codirección de Vilma Rúpolo y Federico Ortega Oliveras, guion de Arístides Vargas, música -en gran parte original- de Mario Galván y Pablo Budini, visuales increíbles de Matías Rojo y la intervención de muchos artistas más. Eran las 23.20 y el público, que se contaba de a miles, vivió una hora llena de atmósferas, que tuvo como motivo conductor la idea del milagro.
En un escenario elevado de la izquierda, la flauta de Lázaro Méndolas -ex Markama- nos remonta a los vientos cordilleranos y la voz de Sandra Amaya parece en el centro: es la primera voz de la naturaleza, interpretamos. Son los valles de Uco, de Huentata, de Hulungasta, y los sonidos de la lengua Millcayac. Esa pareja primigenia es rodeada del primer despliegue coreográfico de la noche, impulsado por alegres ritmos del altiplano.
El cuadro 4 (“Memorias de Mendoza, la cuna del vino”) nos trae esa revelación: que la identidad local está unida a una sensación plástica de nuestro entorno. Al tiempo que se evocan los inicios de nuestra industria vitivinícola, la música se llena de sonidos electrónicos y se acompasa con el choque de tachos y el tintinear de botellas y vasos, mientras las animaciones diseñadas por Matías Rojo (muy destacables) nos llevan a paisajes pictóricos de Juan Scalco y José Bermúdez. Y aquí se da la primera gran muestra de emoción del público, después de que al lado de estas obras, y con una explosión de bailarines dorados, se homenajea a Jorge Sosa. “No es lo mismo el otoño en Mendoza…”, canta con llanto contenido el Pocho, en honor a su amigo de toda la vida, fallecido en agosto.
El cuadro 7 (“La cata y el vino”) es el más largo y el único donde la solemnidad de nuestra historia se anima a descontracturarse y reír. Transcurre en la pulpería de Doña Melchora Lemos (Rodrigo Galdeano), cuando un sommelier (Adrián Sorrentino) y un catador (Aníbal Villa) polemizan sobre cómo degustar mejor un vino. El patio criollo se anima con cuecas (como “Cochero e plaza”) y gatitos cuyanos, mientras los actores siguen enfrentándose con gags hilarantes. Y de tanto catar y catar, el episodio se vuelve surreal cuando Doña Melchora llama a sus catitas, que llegan volando y terminan bailando en una algarabía total, entre plumas, pañuelos y abrazos fraternales.
La transición del patio criollo al “Ensueño de Llancanelo” es un cambio de clima drástico. Las visuales de Rojo vuelven a robarse toda la atención con una evocación nocturna de ese espejo de agua, con claro de luna, estrellas, luciérnagas y flamencos que pasan volando. Treinta de estos pájaros, inspirados en los cisnes del famoso ballet, contorsionan sus patas y cuellos en sintonía, mientras treinta tomeros recorren con faroles soñolientos las orillas. “Quiero soñar -dice el texto-. A mí me escuchan cuando por las acequias mi canto llama, cuando un rumor de duendes en los caminos del aire viaja. Algunos me llaman noche, otros me dicen agua”. La poderosa sensibilidad de Arístides Vargas.
Cuando pasamos de secuencia nos encontramos a muchos metros de altura, porque el General San Martín ya nos anuncia con su Himno lo que será, en este cuadro (“Los ríos que alumbran tu luz”) y el próximo (“La fiesta del vino nuevo”), una congregación latinoamericana que irá “in crescendo” y llamará a la unidad de los pueblos. Abundante en ritmos y acentos, empieza en el Aconcagua (magnánimas imágenes de Rojo) y en nuestros cursos de agua, para ir hasta Chile, Perú, Bolivia, Venezuela y Colombia, siempre bailando sus danzas. La cumbia hace bailar al público, pero el punto más emotivo quizás sea la formación, con más de 70 ponchos de colores, de la bandera wiphala, que después de formarse se desintegra con líneas serpenteantes que simbolizan los ríos del continente.
La fiesta sigue en el décimo: 35 parejas de tango se lucen y se llevan elogiosos aplausos, porque la coreografía súper sincronizada y milimétrica impacta. Después llega la fiesta orgánica, la fiesta joven. Es la celebración del vino nuevo acompañada por las nuevas generaciones y las nuevas expresiones artísticas. Los colores explotan al ritmo del freestyle, de Raffaella Carrà, de Los Redondos, con malabaristas, acróbatas y multitud de bailarines vestidos con ropa urbana, hasta que Queen Kartajena descorcha la nueva añada, celebrando también así que las drags hayan llegado a la fiesta mayor de los mendocinos.
Pero la fiesta se disipa rápidamente, la luz se enfría y en las pantallas se ve una línea que oscila entre la vida y la muerte. Nos sentimos en un hospital. La realidad nos golpea y atraviesa.
Es que dos años tan trágicos no podían borrarse sin más, por eso se incluyó un cuadro especial (el 11, “El silencio detenido en el tiempo”), en el que se rinde homenaje al personal sanitario, a quienes estuvieron en la primera línea frente a la pandemia y a quienes fallecieron a causa del virus o no.
“In memoriam”: hay caras que resuenan mucho, como Jorge Sosa, José Bermúdez (como vimos, presentes antes en el espectáculo), Claudio Martínez (hacedor de vendimias, homenajeado con una placa en el teatro griego), Gladys Ravalle, Luis Quesada, entre otros. El público se emociona una vez más al recordarlos, mientras ve en la animación de la pantalla que cada uno de ellos está en cada ventana de un gran edificio, como si después de haber pasado sus últimos días en cuarentena ahora habitaran una enorme casa común. “Cantamos porque los sobrevivientes y nuestros muertos quieren que cantemos”, escuchamos. Aplausos y lágrimas de quienes los conocieron de cerca y comprobaron su calidad humana.
Pero la tristeza tiene que abrir paso a la esperanza, que abarca todo el cuadro 12, “Canto a la alegría”. Así es la última parte del espectáculo, que eleva al público hasta el blanco total que contábamos en el principio. Encandilada, la gente ovaciona de pie el malambo final, que tiene una mística especial porque no se bailaba en vivo desde marzo del 2020: es el calor de estar juntos de nuevo. Todos agradecen que el Frank Romero Day haya celebrado el vino una vez más, y también haber podido estar ahí.
FUENTE: LOSANDES.COM.AR